El hombre que orbitó Saturno

JORGE MUZAM -.

Con un ojo abierto y otro cerrado observo mi biblioteca. Leer el nombre de los autores me genera un grato placer. Siento que estoy en buena compañía. Scott Fitzgerald, Stephen Crane, Louis Ferdinand Céline, Raymond Carver, Juan Rulfo, Vladimir Nabokov, Jerzy Kosinski, Milan Kundera, Mario Vargas Llosa, Eric Hobsbawm, Gabriela Mistral, Henry Miller, Anton Chejov, John Kennedy Toole, John Steinbeck y Fernando Pessoa son mis predilectos. 

Hay algunos que quiero muy personalmente aunque no los he leído a cabalidad, como Luis Cornejo, Alfonso Alcalde, Enrique Lafourcade, Roberto Bolaño, Paul Johnson, Pablo de Rokha, Fernando Santiván y Jenaro Prieto. 

Hay otros nombres que tolero con una mirada de recelo como Joaquín Edwards Bello, Jaime Bayly o Bret Easton Ellis. 

Hay algunos que quisiera que estuvieran como T. S. Eliot, Dino Buzatti, Cesare Pavese, Carlos Pezoa Véliz, Mijaíl Bulgákov, Isaac Bashevis Singer, Thomas Bernhard, Raymond Chandler, Dashiell Hammett, Marc Ferró, Gao Xinjgian, Yasunari Kawabata, Marcelo Mellado, Carlos León y Ezra Pound. 

Unos cuantos están en el purgatorio de la bodega, esperando la débil probabilidad que mejore con los años mi percepción de su arte, como Alberto Fuguet, Salvador Reyes, Oscar Castro, Guillermo Blanco, Mariano Latorre, Augusto D'Halmar, Pedro Prado, Luis Durand y Gonzalo Contreras. Mientras tanto, delegaré funciones en los ratones que también son excelentes críticos literarios. 

De otros me desligaré a la primera oportunidad, como las entrevistas a Ernesto Sábato o las últimas novelas de García Márquez. 

De varios ya me deshice regalándoselos a los cartoneros que periódicamente dicen aló. Entre estos últimos estaban los Nerudas post Residencias, José Luis Rosasco y algunas ediciones de poetas nacidos al abrigo del palmoteo de los clubes oligárquicos. 

Dos libros de Jorge Edwards, muy gruesos para el poco espacio que poseo en mi biblioteca, se los di a mi perrita para que afirmara los dientes.

Mi biblioteca se complementa con atlas, manuales, diccionarios, enciclopedias, revistas pornográficas, antologías de cuentos, de poesía, textos de historia, de sicología, de pintura, de cine, de teoría literaria, biografías, libros viejísimos casi ilegibles, fotocopias, apuntes y recortes de diario. Nada de esto significa compañía, pues es como estar moribundo en un hospital acompañado sólo por auxiliares médicos. 

Nunca he podido leer durante el día. Debo esperar hasta que oscurezca, hasta que todos dejen de pasearse, se acuesten y sueñen fornicándose a sus vecinas. Sólo entonces puedo abrir un libro. 

Hace unos días terminé de leer un libro de Houellebecq. Ampliación del campo de batalla es una buena novela y logré leerla con interés, aunque debí cargar con la desolación del protagonista durante varias noches. Hace un momento intenté leer a Easton Ellis, pero su Menos que cero me resultó insoportable. Demasiada farra de niño rico, de niño ocioso. 

Mi percepción frente a cada obra no es estática. Normalmente no me esfuerzo por controlar mi subjetividad, y dejo que los elementos sensoriales se conjuguen a su antojo. Eufórico, cansado, deprimido, somnoliento y ofuscado, los yoes anímicos se alternan durante cada jornada. Los procesos analíticos que se desarrollan en mi mente tampoco son uniformes. Lo bueno es que el yo brillante vuelve sobre los pasos de los yoes negligentes, tapa todos sus forados y resarce sus injusticias. 

De esta forma, los libros que reviso o leo atenta o desprolijamente están sujetos al antojadizo temperamento de la variedad de personajes que habitan un mismo cuerpo, el mío. 

Cuando no logra cautivarme novela alguna recurro a mis múltiples antologías de cuento para salir del paso, siempre hay algo bueno que no he leído o algo que releer. 

El trapecio de Carlotta, de Gianni Marchisio y El funámbulo culposo, de Thomas Bour, son a mi juicio, los mejores relatos cortos que he leído en el último tiempo. Cabe destacar la extraña similitud entre estos dos relatos: en ambos, los protagonistas son seres solitarios que intentan infructuosamente ceñirse a los moldes de una sociedad moderna. Carlotta y Alfred carecen de ambición, de carisma y de belleza. Quizás por estos y otros inescrutables motivos no logran establecer ninguna relación fluida, afectuosa y perdurable entre sus pares, y sin buscarlo ambos se van desmoronando, hasta caer en el precipicio, no sin antes intentar variadas formas de salvación. 

Si bien el argumento, la progresión dramática y el desenlace son casi idénticos, lo que resulta pintoresco es que hasta el mismo título guarda cierta relación. 

Sin embargo, no existe antecedente alguno que corrobore la posibilidad que entre ambos autores haya existido algún contacto, ni siquiera de tipo lector. 

Marchisio, de quien he leído dos relatos, uno de ellos en italiano, vivió casi toda su vida en Messina. Sólo se sabe que para sobrevivir realizó oficios de poca monta tales como lavavajillas, ayudante de peluquero y cargador de camiones, y que alcanzó a publicar dos libros de relatos antes de suicidarse en 1996, a los treintaidós años. 

Thomas Bour, por su parte, se transformó en un autor de culto, tras la publicación de su última novela República del Ají, en el año 2003. 

Sobre Bour, existe la certeza que nació en Bakersfield, California, en 1969. Hijo de inmigrantes franceses, vivió allí junto a su familia hasta los doce años. Luego se establecieron en Medellín. A los diecisiete años y tras terminar la secundaria, abandonó la casa paterna y se dedicó a recorrer América Latina. En 1986 llegó a Santiago de Chile, donde vivió los siguientes ocho años. En 1992 publicó su primera novela que adquirió rápida fama por la ferocidad de su temática. El hombre que orbitó Saturno desató sucesivas polémicas. Tal como un nuevo Gulliver, y a través de una prosa minimalista y mordaz, el autor fue desenrollando los oscuros tejidos de la elite empresarial y política chilena.

Numerosos aludidos se estrellaron contra una obra artística, frente a la que no se pudieron querellar judicialmente. 

Tras vagar algunos años por el este de Europa, regresó a Chile en el 2001. Hoy vive como un barbón anacoreta al borde de un acantilado en Algarrobo.

Aclaración del autorEste texto pertenece a una antigua etapa creativa de mi vida, digamos de antes de 2005, pero no le he perdido afecto. Años después lo actualicé y lo incorporé a Ameba, pero no duró mucho tiempo allí y quedó como un texto a la deriva. Algunas percepciones mías respecto a ciertos autores mencionados han variado para bien y otras para mal. De la mayoría, sin embargo, sigo pensando lo mismo. Thomas Bour, por su parte, falleció hace tres primaveras. 

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2 Comentarios

  1. Anónimo28/10/11

    Más allá de las sincronías o anacronías lo reseñado tiene un encanto muy particular. Interesantísimo. Saludos.

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  2. con tantos libros a mano y en mente, ud debe parecer un hombre en la luna en su andar por la tierra.

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