El mundo como acuario

FRANCISCO RAMÍREZ -. 

Vi un acuario.

Vi todas y cada una de las formas de ese acuario, tanto las estáticas como las móviles.

De pronto, no lo observé desde el exterior: estoy dentro.

Soy uno de aquellos peces “brillantes” que le gusta ver a las familias cuando llevan a sus niños a ver los “acuarios” para pasar el “fin de semana”.

Me deslizo entre mis congéneres.

Pasan cosas muy extrañas acá: si sólo contará un 1% de lo que he visto… Pero, no: tenemos un “código” de seguridad entre nosotros. Ante todo, hay que tener cuidado de los “peces carniceros”, a los que la falta de previsión humana pone a menudo ante nosotros: sus evidentes víctimas. Muchas veces me he quedado aterrado viendo como uno de mis compañeros es devorado, violentamente, sin la más mínima contemplación. A veces, ni siquiera les impulsa el hambre y lo hacen para entrenarse: matar a lo más bajo de lo bajo es su “hobbie”.

Nosotros, los (pobres) pececillos vivimos siempre llenos de miedo. Encerrados en este espacio ínfimo, conocemos el terror, y de primera mano: siempre estarán aquellos más fuertes –o que aparentan serlo- buscando aplastarnos.  Por ellos, que yaciéramos en este mismo instante encallados en esta miserable arena que nos espera, pues todos: grandes y poderosos, pobres y débiles, todos nos iremos al fondo de este acuario… pero a ellos les da lo mismo. Su vida ha estado siempre enfocada en el “aquí y el ahora”, tratando de expandir su territorio, posesiones y conquistas. Es muy raro ¿no? Hay consenso universal de que nosotros -las bestias- existimos en una plácida e ignorante falta de toda noción de tiempo. Ello, claro, es lo que han “pensado” y decidido los Hombres: cómo si alguno de ellos hubiese sido un animal alguna vez y pudiese siquiera “entender” de lo que hablan, más allá de su “ciencia” y sus tan infalibles métodos. Su error es mayúsculo: tenemos una comprensión arrolladora, brutal del tiempo. Así, cada uno de nuestros segundos equivale a meses, años, de una vida humana normal. Ciertamente, hay instantes agradables, como cuando desde las alturas caen las coloreadas hojitas de alimentos que nuestros dueños tienen tanta bondad de brindarnos a diario. Pero dado que nuestra vida tiene bastantes pocos placeres y es, por lo general, muy monótona, el tedio a veces alcanza cotas inimaginables: de vez en cuando, más de alguno intenta el suicidio y eso explica ciertas actitudes a todas luces incomprensibles como desgarrarnos la piel contra las rocas o arrojarnos con todas nuestras fuerzas contra los vidrios de nuestros acuarios. Ahora bien, imaginen nuestro sufrimiento casi intolerable cada vez que uno de nuestros eventuales verdugos se acerca a nosotros con la actitud de tener frente a si a una nueva víctima a la que devorar ¡sus ojos demencialmente violentos nos acechan durante lo que a nosotros nos resulta toda una eternidad! ¡Y cada uno de sus movimientos y acercamientos minuciosamente calculados se reflejan una y otra vez y desde diversos ángulos en cada uno de los muros de este infierno en que nos han condenado a para nuestros días! Tal es la razón, quien sabe, por la que muchos perecemos jóvenes, apenas llegada la adultez, desnutridos y con frenéticos ataques autodestructivos para caer –una noche como cualquier otra- muertos sobre la arena en donde, para mayor miseria, nuestro cuerpo será despedazado incluso por nuestros mejores camaradas, quienes -la supervivencia es primero- renunciarán a cualquier comportamiento ético con tal de poder hacerse con un poco de carne fresca. La vida ha de seguir: ¿es posible culparlos?    
  
¿Yo? Sólo me desplazo… Me muevo: eso es todo lo que hago. Nado y respiro. Es un hecho de la causa que no sé hacer mucho más. Bueno, sí, comer, pero eso está dado: como porque debo comer: no hay nada muy brillante en ello. Sin embargo, hay veces en que siento surgir –esa es la palabra- ciertos pensamientos “extraños” en mí.

Nuestros amos: son buena gente y no tengo ningún reproche que hacerles. A veces pasan días y, sencillamente, se les olvida que estamos vivos. Supongo que están dedicados a tareas altamente superiores y que exigen toda su concentración. ¿Cómo van a dedicar su atención a una ínfima caja de vidrio con animales acuáticos que ni siquiera tienen la capacidad de hablar? El mundo tiene su orden y por algo existe: son nuestros amos porque son superiores a nosotros. No hay nada más que decir sobre esto.  

No lo paso nada mal, por cierto. Además, nos llevamos bien entre nosotros. Bromeamos y cada cual tiene su sobrenombre. Nos enamoramos incluso. Copulamos frecuentemente. Y cuando llega alguna camada de recién nacidos, les cuidamos, pero nunca faltan los inadaptados que enloquecen y se ponen a devorarlos, sin el menor miramiento. No ha faltado ocasión en que hemos decidido tomar represalia y hacer un justo linchamiento, pero a veces el “sentido común” nos detiene: ¿y si con esto iniciamos una guerra fratricida que termine por aniquilarnos a todos y haga surgir el caos en nuestro mundo y desestructure toda aquella paz que por tantas generaciones nos ha costado tanto conseguir? No: debemos tratar de controlar nuestro odio. Nuestro futuro –y el de todos aquellos que nos sucederán- depende de ello.

No obstante, a menudo nos ronda el miedo, la acosadora sensación de que en cualquier instante todo –literalmente- se puede “quebrar”, lo que, en nuestro caso, no es otra cosa que la destrucción de nuestro universo.

La gente se pregunta si extrañamos la libertad, si nos complica el “encierro”. No sé de qué hablan. Nunca he conocido más que estos muros de vidrio de 70 x 40 cms.: ese es y ha sido desde que nací mi mundo. ¿Por qué me piden más? ¿Cómo puedo rebelarme si no he conocido más que este reducido acuario en que vivo?

A veces, sin embargo, sueño. Y pienso que hay algo más, un espacio infinito de aguas sin fin en el que los peces son LIBRES y nadan, y nadan, y nadan, sin parar, miles de kilómetros, tanto como quieran.

¿Existe eso?

No lo sé. Es más: nunca lo sabré. Mi existencia nunca podrá expandirse más lejos de mi ubicación y situación actual. Nunca he visto más que todo este triste decorado que me rodea y cuyas únicas modificaciones no pasan más allá del cambio de posición de tal o cual roca, planta o esos ridículos “adornos” que los amos creen, de seguro, muy bellos y reconfortantes. Mi vida social se reduce al reiterado contacto físico con mis congéneres y a intentar frenar mi desagrado –e irremediable decepción- cada vez que veo a esos estúpidos que se acercan a nuestro hogar y nos observan como si hubiésemos llegado de otro planeta. Los humanos no dejan de sorprenderme. Son tan arrogantemente dispersos y preocupados sólo de sus innobles ambiciones que no se han dado cuenta de que han compartido TODA su existencia con bestias como nosotros. En su orgullo infinito han IGNORADO toda forma de vida que no fuera la suya.  Como no. van a pagar muy cara esa actitud: en no más de 100 años se van a arrepentir de lo que han hecho con nosotros. Pero ya no podrán arreglarlo: nuestros cuerpos mutagénicos les provocarán más de un malestar.

Quizás, quizás, quizás… no sean tan perfectos. O inteligentes.

Los límites en el acuario, eso ya lo he dicho, son muy estrechos. En ciertas ocasiones, nuestras aguas huelen a muerte y muchos de los nuestros llegan al fin de sus días de manera indigna, flotando, como cadáveres, inútiles. Hemos hecho algunas asambleas tocando el tema –exaltándonos colectivamente, unos a otros-, llegando a concluir que debemos reclamar por nuestro derecho a una vida más digna, pero pronto nos damos cuenta de la insensatez de nuestro proyecto. ¿Advierten acaso aquellos que nos alimentan DESDE LAS ALTURAS cuando alguno de nosotros HA MUERTO? ¿Les interesa incluso? ¿Sienten algún tipo de “compasión” por nuestro destino? Se trata, en todo caso, de simples preguntas. Sin embargo, lo que nos detuvo fue constatar algo que nos llenó de pavor, un “horror cósmico”, incluso: con sólo sacarnos a la superficie y dejarnos a merced del aire humano… nuestra muerte sería casi inmediata y nuestra agonía tan dolorosa que temblamos todos al mismo tiempo, formando una inusitada formación de cuerpos que se desplazaban sin control, ni sentido. “Las cosas deben seguir tal como están”, concluyó nuestro presidente. Todos, unánimemente, le dimos la razón.

En lo que a mí respecta, me gusta nadar. Tengo pareja y lo pasamos muy bien retozando por ahí, de noche, cuando se apagan las luces. Al fin y al cabo, no somos si no bestias y estamos completamente supeditados a lo que esté establecido para nosotros. Es más: si a nuestros dueños no les place que comamos… ¿qué vamos a hacer? NO COMEMOS. Dependemos del todo de que sean gentiles y nos den algo –por mínimo que parezca- para mantenernos con vida. SIEMPRE MIRAMOS HACIA ARRIBA… Siempre buscamos a quienes estén SOBRE NOSOTROS y tengan la buena voluntad de alimentarnos y hacernos más llevaderos los días.

He visto a tantos amigos luchando desesperadamente por unas hojuelas de alimento y tantas veces advertí su fracaso y frustración. Algunos, los más débiles, más tarde o más temprano, se van al fondo y dejan de respirar. Esta vida es una lucha permanente y si nos enfrentamos unos a otros, día a día, es justamente porque el más fuerte es aquel que vence en esta batalla.


Pero tenemos un código de hierro: “quien ha muerto, muere”. No le haremos ni “despedida” ni homenaje: aquel que compartió con nosotros en tantas jornadas de acuático existir es ahora un simple pez muerto que se descompondrá y desaparecerá entre las aguas: nosotros, tenemos que SEGUIR VIVIENDO.

Y eso hacemos, decididamente, aunque sin mayor plenitud o gloria.

Nadamos, nadamos, nadamos, y seguimos NADANDO.
Ese es nuestro destino: nadar perpetuamente

Pero creo que debe haber algo MAS ALLÁ.

Hay algo (que no alcanzo a definir) en esta vida de los peces que no me deja conforme.

Y lo buscaré hasta encontrarlo, hasta el fin de mis días.

Mientras, seguiré nadando... en este acuario. 


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