Claudio Rodríguez Morales
Nunca dio por terminada sus obras. Cada cierto tiempo, se sabía de nuevas ediciones. Las ampliaba, reducía, alteraba. Las reescribía con un sentido infinito del deber. Sin afán comercial, más bien con una porfía rabiosa y ética. Si desde la dedicatoria generaban problemas, mucho mejor. Como aquellas primeras líneas de su novela Matar a los viejos dedicadas al Presidente Salvador Allende, donde llama asesinos a los militares que lo derrocaron en 1973.
A Carlos Droguett (1912) le bastaba un lápiz cualquiera y un cuaderno cuadriculado. Llenaba sus hojas de punta a cabo con una caligrafía de leves toques orientales. Además de económicas, eran herramientas prácticas, indispensables para su quehacer. El cuaderno podía doblarlo, meterlo en el bolsillo del vestón o del abrigo. Sacarlos en la fila del pago de la luz, el agua o el banco. También sentado en un paradero o en el viaje en microbús por Santiago. Siempre que algo amenazara con quitarle el tiempo que requerían sus abultadas letras para salir al mundo.
Por las noches traspasaba los textos a la máquina de escribir. Se mantenía alerta a posibles nuevas perspectivas en sus historias. Si aumentaban en complejidad, se daba por satisfecho. No quería anécdotas baratas. Para eso estaban los folletines, las novelas rosas y las aventuras del Oeste. Esto significaba un ruido infernal hasta altas horas de la madrugada. Nunca algún vecino le reclamó por el escándalo que se filtraba a través de las paredes y las cañerías. El caballero se veía un hombre de malas pulgas, así que mejor no meterse con él, pensarían en los alrededores del barrio del Matadero Franklin. Gente modesta, humillada y dolida. Precisamente la materia prima del dueño de casa, con la cual deseaba incendiar –junto a su amigo Pablo de Rokha- los cimientos de las letras chilenas burguesas.
Como una forma de superar la necesidad de trabajar a toda hora y con más comodidad, amarró la máquina de escribir a su pecho con sendos nudos ciegos (al leer sus novelas, uno piensa que aquello fue no sólo cierto, si no necesario). Dentro de su casa, los hijos contemplaban extrañados su silueta de androide avanzando con dificultad, chocando con las paredes: “Mamá, ¿qué le pasa al papá?”, preguntaban al principio. Isabel intentaba esbozar una explicación acorde con la edad de los muchachos. Ya entendería que su devoto padre, fuera de casa y de su trabajo de burócrata en Ferrocarriles del Estado, era uno de los escritores más conflictivos de Chile. Con obras consideradas dinamita pura. Alabadas y condenas por igual. Dispuesto a cumplir su misión, aunque tuviese que metamorfosearse en un androide que ni siquiera deja de escribir mientras come.
“Te imaginas lo que habrían logrado estos viejos si hubiesen contado con la tecnología de hoy”, me comentó el escritor Juan Ignacio Colil, cuando supo de esta anécdota literaria. También me hizo pensar que Carlos Droguett siempre escribió la misma obra, un mismo narrador que, manteniendo el estilo, aborda diferentes historias con un denominador común. Una voz angustiada, incomoda, que busca agotar su discurso, repasar todos los puntos de vista. Presentar la historia y, al mismo tiempo, interpretarla. Revisarla, diseminarla y hasta cuestionarla.
Para los anales de nuestra literatura –que incluye una exposición en la Biblioteca Nacional de Santiago de Chile por los cien años de su natalicio-, Carlos Droguett será recordado como un escritor notable, de culto, de estilo complejo, solo para iniciados. Con fama de cascarrabias, violento y agresivo. Y precisamente esto último habría contribuido a su desaparición por décadas de las primeras planas. Personalmente, tengo mis dudas de esta tesis. Existe una pléyade de escritores chilenos, mucho más afables y pacíficos que Droguett, que han corrido su misma suerte. El olvido es más bien una conducta permanente de nuestra nación, no sólo en literatura, sino también en genocidios (algo que nuestro reseñado sabía muy bien con uno de sus hijos torturados por los servicios secretos de Pinochet y que lo instó a exiliarse en Suiza hasta su muerte en 1996).
Un profesor de castellano, gruñón y comunista, comentó en una sala de clases de 1989, que el mejor novelista chileno todos los tiempos era Carlos Droguett. En la biblioteca del liceo me facilitaron Eloy. Novela breve que narra las últimas horas de un bandolero rural antes de morir acribillado por la policía. Una pieza donde la corriente de la consciencia es el instrumento para contar una historia desde dentro. Con la violencia y la muerte alternándose. Una constante en la creación del autor.
Más tarde vino una lectura en los fríos salones de la Biblioteca Nacional de la novela Sesenta muertos en la escalera, fusión de dos historias escritas y ocurridas en diferentes épocas. El asesinato por parte de Carabineros, en el edificio del Seguro Obrero, de un grupo de jóvenes nacistas que pretendían dar un golpe de Estado en 1938; por otro lado, aborda un hecho de sangre puntual conocido como el crimen de la calle Lord Cochrane. Una pareja asesina a un anciano para robarle su dinero. El enlace de ambas historias se encuentra en la pluma de un primerizo Carlos que, junto con los horrores de ambas matanzas, recuerda sus primeros días con Isabel, su mujer. Recostada, un poco enferma en casa y tal vez embarazada. Mientras él intentaba ganarse la vida como empleado de una imprenta, comiendo todos los días un asado asqueroso y una lechuga aceitosa.
De sus influencias, aquellas que iniciaron su combustión interior, habría que mencionar a Dostoievski, Knut Hamsun,. Marcel Proust, Freud, Joyce, Kafka y Faulkner, más los laberintos del Fondo Medina y de la Biblioteca del Congreso Nacional. También los relatos históricos de Crescente Errázuriz, Vicente Pérez Rosales y otros cronistas olvidados.
Sus novelas fundamentales son Sesenta muertos en la escalera (1953), Eloy (1960), Patas de perro (1965), El compadre (1967), El hombre que había olvidado (1968), Todas esas muertes (1971) y su cuento Magallanes (1967), considerado una pieza clave de la narrativa chilena.
Como una forma de superar la necesidad de trabajar a toda hora y con más comodidad, amarró la máquina de escribir a su pecho con sendos nudos ciegos (al leer sus novelas, uno piensa que aquello fue no sólo cierto, si no necesario). Dentro de su casa, los hijos contemplaban extrañados su silueta de androide avanzando con dificultad, chocando con las paredes: “Mamá, ¿qué le pasa al papá?”, preguntaban al principio. Isabel intentaba esbozar una explicación acorde con la edad de los muchachos. Ya entendería que su devoto padre, fuera de casa y de su trabajo de burócrata en Ferrocarriles del Estado, era uno de los escritores más conflictivos de Chile. Con obras consideradas dinamita pura. Alabadas y condenas por igual. Dispuesto a cumplir su misión, aunque tuviese que metamorfosearse en un androide que ni siquiera deja de escribir mientras come.
“Te imaginas lo que habrían logrado estos viejos si hubiesen contado con la tecnología de hoy”, me comentó el escritor Juan Ignacio Colil, cuando supo de esta anécdota literaria. También me hizo pensar que Carlos Droguett siempre escribió la misma obra, un mismo narrador que, manteniendo el estilo, aborda diferentes historias con un denominador común. Una voz angustiada, incomoda, que busca agotar su discurso, repasar todos los puntos de vista. Presentar la historia y, al mismo tiempo, interpretarla. Revisarla, diseminarla y hasta cuestionarla.
Para los anales de nuestra literatura –que incluye una exposición en la Biblioteca Nacional de Santiago de Chile por los cien años de su natalicio-, Carlos Droguett será recordado como un escritor notable, de culto, de estilo complejo, solo para iniciados. Con fama de cascarrabias, violento y agresivo. Y precisamente esto último habría contribuido a su desaparición por décadas de las primeras planas. Personalmente, tengo mis dudas de esta tesis. Existe una pléyade de escritores chilenos, mucho más afables y pacíficos que Droguett, que han corrido su misma suerte. El olvido es más bien una conducta permanente de nuestra nación, no sólo en literatura, sino también en genocidios (algo que nuestro reseñado sabía muy bien con uno de sus hijos torturados por los servicios secretos de Pinochet y que lo instó a exiliarse en Suiza hasta su muerte en 1996).
Un profesor de castellano, gruñón y comunista, comentó en una sala de clases de 1989, que el mejor novelista chileno todos los tiempos era Carlos Droguett. En la biblioteca del liceo me facilitaron Eloy. Novela breve que narra las últimas horas de un bandolero rural antes de morir acribillado por la policía. Una pieza donde la corriente de la consciencia es el instrumento para contar una historia desde dentro. Con la violencia y la muerte alternándose. Una constante en la creación del autor.
Más tarde vino una lectura en los fríos salones de la Biblioteca Nacional de la novela Sesenta muertos en la escalera, fusión de dos historias escritas y ocurridas en diferentes épocas. El asesinato por parte de Carabineros, en el edificio del Seguro Obrero, de un grupo de jóvenes nacistas que pretendían dar un golpe de Estado en 1938; por otro lado, aborda un hecho de sangre puntual conocido como el crimen de la calle Lord Cochrane. Una pareja asesina a un anciano para robarle su dinero. El enlace de ambas historias se encuentra en la pluma de un primerizo Carlos que, junto con los horrores de ambas matanzas, recuerda sus primeros días con Isabel, su mujer. Recostada, un poco enferma en casa y tal vez embarazada. Mientras él intentaba ganarse la vida como empleado de una imprenta, comiendo todos los días un asado asqueroso y una lechuga aceitosa.
De sus influencias, aquellas que iniciaron su combustión interior, habría que mencionar a Dostoievski, Knut Hamsun,. Marcel Proust, Freud, Joyce, Kafka y Faulkner, más los laberintos del Fondo Medina y de la Biblioteca del Congreso Nacional. También los relatos históricos de Crescente Errázuriz, Vicente Pérez Rosales y otros cronistas olvidados.
Sus novelas fundamentales son Sesenta muertos en la escalera (1953), Eloy (1960), Patas de perro (1965), El compadre (1967), El hombre que había olvidado (1968), Todas esas muertes (1971) y su cuento Magallanes (1967), considerado una pieza clave de la narrativa chilena.
1 Comentarios
Vivía en segundo piso de casa esquina de Bio Bio y Nathaniel, al borde del barrio Huemul, donde estudié en escuela 51,cruzaba esa esquina todos los días. Más tarde visité amigas en departamento en esquina opuesta. Allí oí que cuando le otorgaron Premio Nacional de Literatura, una vecina fue a gritarle "Don Carlos, le dieron el Nobel"
ResponderEliminarLeí Eloy en Castellano en Liceo Darío Salas y también 40 Muertos
Creo que filmar Patas de Perro puede producir clásico de cine