Jorge Muzam
Cuando fui a mi casa sureña durante el verano pasado, supe que hace como tres años me había llegado una voluminosa encomienda a mi antigua dirección santiaguina. Nadie sabía qué podía contener ni quién era su remitente, sólo tenía mi nombre. Pedí que alguien me lo hiciera llegar a San Fabián.
Al abrirlo me encontré con una obra de D. H. Lawrence, una serie de recortes sobre literatura y cine y una cariñosa dedicatoria enviada por mi antiguo amigo Manuel Opazo.
Manuelito era un buen amigo de El Cortijo con el que me solía encontrar en las ferias libres de Conchalí, y con el que solíamos elaborar megalómanos planes contraculturales para sacudir la modorra artística chilena.
Nunca me dio su dirección ni teléfono, por lo que cuando necesitaba ubicarlo debía recorrer las ferias hasta encontrarlo. No siempre lo lograba.
En la encomienda de Manuelito había cosas interesantes, como artículos recortados de la vieja revista Bravo sobre Vargas Llosa, Dashiell Hammett, José Donoso y Pablo de Rokha. Recortes de divas de Hollywood, desde los buenos tiempos de Barbra Streisand hasta hoy. Me pedía, además, que lo orientara en la buena literatura y en la mejor forma de escribir, anexándome algunos textos de su autoría.
No sé si este buen amigo llegará algún día a ser un escritor reconocido, pero de que escribe cosas extrañas, las escribe. Siempre me lo imaginé como una especie de Truman Capote o Gore Vidal. Tremendamente curioso, obscenamente chismoso, pendiente de todo lo que pasaba en la vida de sus amigos y amigas, las estrellas de cine, las pasarelas, la nobleza, el jet-set, los músicos famosos y los grandes escritores.
Su principal fuente de información eran las cientos de revistas que recolectaba mes a mes en las numerosas ferias de la comuna. Todo lo devoraba, lo recortaba y lo archivaba. Me comentaba que tenía decenas de cajas con archivos perfectamente catalogados, fruto de años de esfuerzos, de haber caminado cientos de kilómetros, feria tras feria, y que su mayor temor era que alguien en su casa decidiera de pronto votárselas a la basura.
Su forma de solventarse estas aficiones era trabajando en empleos muy duros, cargando fierros, desmalezando, construyendo ladrillos y ese tipo de cosas.
No medía más de 1,50 y era difícil imaginárselo haciendo esos trabajos, pero vaya que aprovechaba bien el escaso dinero. Y no eran sólo revistas, también tenía muchos libros, colecciones eróticas, de cine, historietas, discos de los Bee Gees, de Olivia Newton John, Diana Ross y Gloria Gaynor, y su mayor pasión que rayaba en lo patológico, miles de fotos de Brooke Shields. Incluso creo que tengo un par de regalos anteriores de él, otras dos novelas de D. H. Lawrence y un cassette de Lou Reed.
Manuelito demostraba sentir mucha admiración y afecto por mí, leía con pasión mis escritos, me pedía consejos para escribir mejor y me invitó innumerables veces a reuniones con sus amigos artistas, reuniones a las que, por diversas razones, no pude ir.
Pese a su pobreza, era capaz de procurarse su propio alimento cultural. Estaba al tanto de las funciones gratuitas de cine y teatro, de las exposiciones de arte, lanzamientos de libros, bienales y conciertos. Todo lo que significara no pagar, incluso evitaba caminando el costo de los pasajes de locomoción.
Las historias que escribía eran extrañas y muchas estaban ambientadas en Estados Unidos. Sus personajes se desenvolvían en Nueva York, Los Angeles, Nueva Orleans o Hollywood y eran una mescolanza de estrellas de cine, inmigrantes, amores dificultosos, tortuosidades entre padres e hijos, violencia, incomunicación, mucha descripción de ambientes y de estados de ánimo y sobre todo fiestas y más fiestas, donde confluían seres como Gatzby o Liza Minelly, Jerry Lewis y chicas y más chicas y también un alter ego del propio Manuel, algo así como la última parte de Triste, Solitario y Final de Soriano, libro que le recomendé posteriormente.
Una entrañable persona y un escritor de sumo extravagante es Manuel Opazo, el Truman Capote chileno.
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