CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES
Mucho antes del Transantiago y sus buses oruga, troncales y de acercamiento. Mucho antes de los validadores, tarjetas Bip, fiscalizadores y evasores encaramándose por las puertas traseras. Mucho antes de los microbuses amarillos, vías exclusivas, cobradores automáticos, cobradores humanos y torniquetes… mucho antes de todo eso, las calles del Gran Santiago eran surcadas por máquinas de diferentes colores, tamaños, carrocerías y calidades, luego de que el dictador, en su arranque neoliberal de los años 80, autorizara a cualquier dueño de uno o más vehículos a emprender su negocio. Dado que los recorridos comenzaron a confeccionarse a puro olfato de posibles ganancias, trasladarse de una comuna a otra se volvió un período de largo aliento, más aún en las horas de mayor afluencia automovilística. Era común que los recorridos fuesen modificados sobre la marcha, con las consiguientes batallas campales entre pasajeros y choferes. Por si fuera poco, estos últimos armaban su sueldo en base a boleto cortado, por lo que no descartaban emprender carreras suicidas con la competencia con tal de aumentar el dinero de su pecera.
Bajo este cielo de amenazas y escupitajos al interior de la locomoción colectiva, vi emerger el rostro blancuchento, pecoso y de cabellera gruesa de Jaimillo, el amable: “¿Qué hacís acá, Sapote? No me digai que te sirve esta liebre. Mejor bajémonos y tomemos otra, porque esto se está poniendo pelúo”.
En mitad de la rotonda del paradero 14 de Vicuña Mackenna, frente a la iglesia San Vicente de Paul (la única construcción en altura en varios kilómetros a la redonda), el carrito de “Productos Monti”, la quinta de recreo “El Negro Bueno” y rodeados por jeeps, tanquetas y camiones del Ejército rumbo al allanamiento de una población de compatriotas, nos percatamos con Jaimillo, el amable, que, además de compañeros de curso, éramos habitantes de comunas de la periferia de Santiago. Y aún nos quedaba un trecho por recorrer. Fue este detalle, precisamente, el origen de nuestra hermandad.
Dentro del instituto Jaimillo contaba con su propio grupo de amigotes, aunque eso no significaba que en algún momento nos topáramos en algún recreo y, más tarde, en actividades relacionadas con la resistencia política (ambos fuimos fundadores del Movimiento Estudiantil Intransigente e Intolerante, una corporación sin fines de lucro dedicada a rallar murallas con spray y a fabricar panfletos con insultos a milicos, profesores, alumnos fachos, inspectores y curas). Aunque Jaimillo no era un tipo violento, los alumnos del curso y también superiores lo respetaban y tenían sus razones. Dentro de sus pergaminos contaba con ser un avezado cultor de las artes marciales (durante la gira de estudios, en una pelea que se armó en una hostería de Chillán, esquivó con dos leves arqueos de espalda los golpes de un troglodita y luego lo dejó fuera de combate con apenas presionar el dedo en su tráquea) y el más talentoso jugador de baby fútbol de la capital, movilizando el balón pegado a la pantorrilla como si fuese un imán, dando pases de gol cortos y precisos, sin siquiera traspirar en el intento (algo así como el colocolino Chamaco Valdés, aunque la comparación le causara molestia, dada su condición de hincha de la Universidad de Chile). Jaimillo no fumaba y, hasta donde yo supe, no lo volvía loco el alcohol, aunque contaba con amigotes con garganta de esponja.
Buscando una manera de hacer más soportable el regreso a casa (de ida llegábamos por diferentes medios al timbre de las 8 en punto), optamos por caminar desde Lira hacia el oriente. Más tarde, con el traslado del instituto a Providencia, desde la estación Baquedano del Metro hacia el occidente. En ambos casos, desembocábamos en un disimulado paradero de microbuses de Merced, frente a la Fuente Alemana del Parque Forestal. Allí esperábamos la pasada de un Monobloco Mercedes Benz del recorrido “Santiago - Puente Alto” que cruzaba la Alameda, pasaba por la retaguardia de la embajada Argentina y emprendía viaje por Vicuña Mackenna hacia el sur. La gracia de estos microbuses -cuya armazón databa de principio de los setenta y que originalmente pertenecían a la Empresa de Transportes Colectivos del Estado, antes de que fuera desmantelada por la dictadura-, radicaba en su gran amplitud interior que los diferenciaba sobre todo de las estrechas liebres Ford del recorrido “Intercomunal 30”. Los asientos, pequeños y plásticos, comenzaban con dos hileras de cuatro adheridas a la pared, una frente a la otra. Luego seguían dos corridas: la izquierda, individual y la derecha, doble. Finalizaba con dos nuevas hileras de cuatro asientos, frente a frente, adheridas a la pared, previas a la puerta de bajada. Al fondo, los Monoblocos tenían una elevación en forma de caja gigante en cuyo interior estaba el motor. La parte superior de esta caja, por lo general bastante caliente sino quemante y hasta temblorosa, era nuestro territorio y hacíamos toma de él con las piernas cruzadas en posición loto (no había temeridad alguna en ello, pies sabíamos que nadie se interesaba por ubicarse en este lugar tan incómodo). Éste punto estratégico nos permitía hacer un catastro completo de las alumnas de los colegios y liceos que subían por Vicuña Mackenna. A petición de Jaimillo, yo tomaba apuntes en mi libreta de comunicaciones para no desorientarnos entre uno y otro recorrido. “Anota –me ordenaba mi amigo-: Carmela Carvajal, morenas, bonitas, jumper muy ajustados y risueñas, pero demasiado engrupidas con los gallos del Instituto Nacional. Blas Cañas, semejante a Carmela Carvajal, corte de jumper a mitad del muslo y, además, las acompaña una rubia un tanto pesada que mira con cara de asco. Liceo 1, niñas que aceptan helados a modo de obsequio, pero que después nos miran con vergüenza y eso no sirve, más aún con la amenaza de los gallos del Lastarria. H.C. Libertadores, aceptan todo y más encima se ríen, pero son medias picadas de la araña y eso puede jugar en contra. Divina Pastora y Compañía de María, indiferencia absoluta, la educación religiosa les ha hecho pésimo, por eso los masones y comunistas quieren que todo sea laico”. No importaba el esfuerzo que yo debía hacer para escribir con tanto salto y frenazo, pues tenía la convicción de que invertía el tiempo en algo valioso para la humanidad.
La mochila de género de Jaimillo contenía uno o dos cuadernos y un lápiz Bic sin tapa. El resto consistía en algún juguete o el chupete de su hermano menor, pan envuelto en servilletas, su walkman, audífonos y casetes… muchos casetes. Junto con compartir sus panes con margarina, queso, mortadela o lo que fuera –de regreso de clases, unos verdaderos manjares para nuestra condición de quiltros hambrientos-, mi amigo generosamente compraba helados, maníes y cuanto producto ofrecieran los vendedores ambulantes arriba del Monobloco. También me instaba a juntar monedas para los intérpretes de canciones de protesta y los trabajadores en huelga o despedidos de alguna empresa, quienes subían a la máquina en busca de ayuda económica. Muchas veces, al vernos con nuestros uniformes remendados y zapatos de suelas gastadas tirados arriba de la caja, daban media vuelta y regresaban por el pasillo, por lo que debíamos llamarlos con el silbido potente de Jaimillo, el amable. “Hay que ser solidario, Sapote –decía más tarde-. Una vez fuimos con mi viejo a comer al Burger Inn y como estaban en paro, nos hizo irnos a todos como una forma de apoyo. Les dio, eso sí, unos billetes para que no decayeran en la lucha. Nosotros cagamos nomás y con el hambre que teníamos con mis hermanos. Así es mi viejo de firme en sus convicciones”.
Dado que el dinero semanal que me daba mi padre yo lo distribuía entre el pasaje escolar y la compra de novelas y revistas como "La Bicicleta", "Pluma y Pincel" (políticas culturales) y "Quirquincho" (culturales cochinas), siempre andaba en sequía económica. “Yo no sé por qué gastai la plata en esas leseras. Después, estoy seguro, vai a ser un viejo putero”, me decía Jaimillo en señal de reproche, pero sin demasiada gravedad. Tampoco tenía la costumbre de llevar panes u otro alimento al colegio, pues corría el riesgo de ser víctima del saqueo de las jaurías del curso, cosa que jamás le pasaría a mi amigo que contaba con un respeto afectuoso de sus pares, al estilo de Don Corleone.
Con el tiempo, y como una forma de no ser el único que viajaba disfrutando de la música, Jaimillo comenzó a ofrecerme uno de los parlantes de su audífono para oír lo que su walkman reproducía de los casetes que traía consigo. Si se trataba de Quilapayún o Inti Illimani, yo aceptaba gustoso, con tal de dar apoyo moral a la causa de derrocar a la tiranía. Sin embargo, si la oferta era el tamborileo, rasgueos eléctricos y gritos de Metallica o de Iron Maiden, me negaba rotundamente. “Sapote, ¿por qué chucha no los escuchai primero, antes de dártelas de exquisito?”, insistía con paciencia casi oriental, ante mi negativa de venderme a la enajenación del imperialismo yanqui.
Después de leer un libro de poesía de Nicanor Parra y otro con el relato de un comerciante que amanece convertido en un insecto, comencé a indagar en el mundo de las letras, llenando con mi caligrafía de alambre el revés de los cuadernos hasta ocupar el espacio destinado a materias como matemáticas, física o biología (intenté, durante un tiempo, probar suerte con el cómic, pero pronto desistí al haber demasiada competencia en el camino con el Loco Vilches, Javier Gavilanes y Capanana haciendo de las suyas con sus dibujos experimentales y pornográficos). Lo que más me interesaba era la poesía, pues lo consideraba un anzuelo posible para atraer a las niñas del Monobloco en el caso hipotético de que llegaran a leerlas, oportunidad en que contaría -estaba seguro- con la ayuda de Jaimillo. También le dedicaba algo de tiempo a la escritura de cuentos y seudo novelitas, aunque no logro recordar muy bien sus argumentos. Muchos compañeros de curso que jamás me había leído una miserable línea, comenzaron a mofarse de esta afición apodándome “Corín Tellado” o “Gabrielita Mistral”, lo que afronté comiéndomelas para callado o lanzando uno que otro puñete a la maleta del cual todavía se deben sobar algunos destinatarios.
A diferencia del resto de pelmazos, una vez que se enteró de mi afición a esta actividad extracurricular, Jaimillo comenzó en leer con suma atención mis cuadernos -prefiriendo siempre los cuentos y seudo novelas- sentado arriba de la caja caliente del Monobloco. Nunca lo escuché, eso sí, pronunciar opinión alguna de los textos, sino sólo entregarme su walkman, audífonos y casetes cada vez que intentaba interrumpirlo. “Toma, escucha música ahora que te gusta Metallica, pa’ que no me hinchís las bolas mientras leo”, me decía.
Intentando saber cuál era la opinión de Jaimito sobre mis creaciones, creo haber encontrado la respuesta en una frase escrita en el anuario de despedida del instituto que revisé veinticinco años después del egreso de cuarto medio. Bajo mi foto y una impresentable biografía, el único fragmento reproducible es el siguiente: “Sapote acostumbraba a escribir cuentos y novelas cuyas tramas eran una mezcla de manual político con sexo y perversión. No recomendables para personas que carezcan de criterio formado ni para señoritas de familia”.
Dado lo acertado del diagnóstico, sospecho que su autor fue Jaimillo, el amable.
En homenaje a los viejos tiempos y a Jaime Muñoz Solís que, además de amable, el tiempo convirtió en respetable… cosa que no todos podemos decir.
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