Alejandro Zambra. Formas de volver a casa



JUAN PABLO JIMÉNEZ 

No es que Alejandro Zambra (Bonsai, La Vida Privada de los Árboles) quiera mirar siempre al pasado. O atrás. No. En realidad no creemos que lo que busca Zambra es la nostalgia ni el lamentarse por todo aquello que no ha pasado o que pudo pasar de otra manera.

 En Formas de Volver a Casa los treintones que buscamos eternas respuestas donde no las hay, encontramos el barrio, el vecino extraño, la chica de la cual nos enamoramos, el contexto de lo sucedido en los ochenta a todo nivel, aquellas aristas de nuestros padres que tanto nos apestaban, las micros, los sueños, las frustraciones.

Este escritor chileno otra vez se enfrenta a los fracasos de pareja. A los laberintos esos de los cuales sólo se puede salir hacia arriba. Zambra vuelve a su adolescencia y describe pedazos de lo cotidiano, pero de eso cotidiano que nos deslumbra y nos transforma y después nos condiciona para el resto de nuestras vidas. Fumarse un cigarro con tu madre no debería ser problema, pero en esta historia es un trámite tenso. Encontrarse con tu ex mujer de por sí es aceite de bacalao y cuando el paso del tiempo te confirma que aquella persona que está al frente tuyo bebiendo un café es la misma extraña que siempre supusiste, que ni siquiera tiene el tino para decirte que no quiere leer el manuscrito de tu libro, entonces, otra vez, como ya hemos navegado en libros de Zambra, nos damos cuenta que estamos nadando contra la corriente en peores condiciones que el salmón. El amor trunco aquí nos traspasa. 

Leemos capítulos del libro y nos encontramos con las fotografías de los álbumes que estaban en casa de papá. Aquellas fotos donde apenas nos reconocemos. Volvemos después de años al barrio, a la casa de los padres y por más que nos esforzamos no podemos reconocer aquellas imágenes que creíamos más vivas que nunca en nuestro consciente. Ni siquiera podemos concentrarnos en los nudos de la madera en el techo de la pieza donde pasamos noches de niño. Ni siquiera reconocemos el pasaje donde se dibujó gran parte de los capítulos que nos describieron sin que supiéramos. Nos volvemos a encontrar con esa muchacha que ahora es mujer y ni siquiera reconocemos su rostro. Podemos tener sexo arrollador con ella y no alcanzamos la comunión que creímos se anidaba en nuestros corazones. Porque las imágenes de niño que tenemos incrustadas en la memoria, nunca son las mismas una vez que se enfrentan a la realidad con todo el peso que cargamos en las espaldas, en el alma, en la mirada. 

Zambra sabe de eso y nos invita a caminar, mochila en los hombros, en esos recovecos que creíamos olvidados. Y leemos este libro y nos damos cuenta que seguimos siendo los  pelafustanes de siempre. Que Cinema Paradiso y La Tregua tenían toda la razón. Que por más que intentemos escaparnos de las pesadillas, aún las cenizas nos siguen recordando que
hubo fuego. Ahora, si somos más locos de patio aún, podremos encontrar sentido en aquello de los libros arrumbados y los libros que reencontramos en casa de los padres, con todo el peso y la energía de la historia familiar que les ha empapado. Pasa el tiempo, como en Formas de Volver a Casa

Pero a la vez es válido sentir que después de cerrar el libro por última vez, entendamos que el tiempo no ha sido más que un niño caprichoso que siempre se ha burlado. Que aquellas cosas que creíamos olvidadas están más vivas que nunca, empolvadas, pero vivas, riéndonos de nosotros. Y tomaremos entonces la decisión de cortar por lo sano. De entender que debemos elegir aquello que nos sirva parta seguir en este sendero.

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