JORGE MUZAM -.
Nuestra tierra era pedregosa, fértil pero pedregosa, y no tenía agua. Es decir, dependíamos de las lluvias, y aunque pasaban dos acequias por el límite de nuestro campo, no podíamos ocupar esa agua, porque le pertenecía a los ricos hacendados de la zona, en algunos casos, y en otros, a hacendados de medio pelo que le lamían el culo al régimen de Pinochet.
Veía tanta agua cristalina deslizarse tierra abajo, a veces incluso chapoteaba en ella, o sacaba un par de baldes para regar nuestras plantas, pero el agua no lo podíamos ocupar para nuestro campo, porque los hacendados ricos no la compartían con los pobres, sólo con los rastreros, y cuando se les antojaba.
Esas acequias iban a parar al río Ñuble. Es decir, no compartir esa agua no tenía más sentido que refregarnos en la cara el egoísmo de unos pocos privilegiados.
Entonces yo era un niño que intentaba entender ese mundo adulto, plagado de contradicciones e injusticias. Que el agua fuera propiedad privada no me cabía en la cabeza. Que no la compartieran con quienes la necesitábamos, menos. Nuestra situación era medio rulfiana. Veíamos pasar la riqueza ante nuestros ojos, pero no podíamos tocarla, porque un pequeño grupo de hijos de puta se la tenía apropiada y no la compartía con la chusma.
Hoy, treinta y dos años más tarde, sigo pensando lo mismo. Hoy entiendo que fue parte de la política restauradora de la oligarquía chilena, de la mano de su títere en jefe, Augusto Pinochet. Desde 1981, un arbitrario Código de Aguas, estableció que las aguas eran un bien económico. Separó la propiedad del agua del dominio de la tierra y le transfirió la prerrogativa al Estado para que sea éste quien conceda los derechos de aprovechamiento de aguas a privados de forma gratuita y a perpetuidad, dando origen al mercado de las aguas.
Desde entonces, los grandes consorcios hidroeléctricos y mineros, así como una camarilla de terratenientes, se apropiaron de casi toda el agua chilena, interviniendo y desviando el curso de las aguas, aún a costa de dejar comunidades enteras sin el recurso.
Agreguemos que el traspaso de derechos de agua es un mercado altamente rentable en Chile, superando sólo entre 2005 y 2008 los US$ 5.000 millones.
Hasta hace pocos meses viví en una ciudad costera del centro de Chile, y pude contemplar allí cómo varias comunidades de varias miles de personas cada una, no tenían siquiera un pozo habilitado para extraer agua. No tenían nada, y debían subsistir con la ración que un camión cisterna municipal les dejaba un par de veces a la semana. Sin embargo, las empresas que estaban cerca de estas comunidades contaban con todo el líquido necesario gracias al aprovechamiento exclusivista de los cauces superficiales y napas subterráneas.
Nos tocó a nosotros, el capitalismo más salvaje del planeta se desplegó experimentalmente en Chile, gracias a una dictadura ferozmente represora, que aniquiló la oposición e impuso legislaciones formuladas para facilitar la depredación.
El agua es cada vez más escasa y más cara. Se transforma en marcancía y sube su precio más rápido que el oro. De aquí a que sea transada diariamente en las bolsas mundiales sólo queda un paso. Está la experiencia chilena para demostrar que es buen negocio.
El problema es que el 99% de la población mundial la necesita diariamente para sobrevivir, para mantenerse limpia, para refrescarse, para preparar sus alimentos. Y ese 99% no sabe ni nunca sabrá de grandes juegos especulativos. Es una condena prematura que se cierne sobre nuestras cabezas.
Hoy leo que esta depredación de aguas también se está desplegando en Argentina, que grandes buques cisternas se roban el agua dulce del Paraná y la llevan a Europa y Medio Oriente, donde se paga a buen precio. Barrick Gold, por su parte, destroza impunemente un glaciar en la provincia argentina de San Juan, para facilitar la rápida extracción de oro, y de paso consume el agua circundante, como lo hacen todas las mineras. A cambio, dejan un territorio yermo, empobrecido y contaminado por miles de años.
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