Ashle Ozuljevic Subaique
Mi hija no atrasa, mi hija no atrasa. Como si se
tratara del reloj de una catedral, finamente calibrado, mi hija no modifica la
cronometría de su existencia ni aún cuando duerme, de modo que todo ocurre en
el minuto preciso que debe - según la estricta constancia de los días, de los
meses anteriores- ocurrir.
Durante el día transcurre sin sorpresa. Primer
apetito, segundo llanto, tercera pataleta, etcétera. Pero de noche, el cálculo
se vuelve preciosamente preciso:
A la una de la mañana comienza el bruxismo de un
minuto. Vuelta hacia la diestra y acomodamiento hacia la izquierda. Fin de la
visita. Luego, a las tres, de un modo impecable, suizo, la petición de leche.
Quiero que se entienda: no importa lo que haya ocurrido
durante el día, si se ha dormido temprano o más tarde de lo habitual, si ha
comido en mayor cantidad o si por una celebración carnavalesca se ha acostado
cercana a la medianoche: a las tres, Magdalena se sentará en la cama y pedirá
con voz de sueño: “leche”. Luego una inestabilidad preciosa y a dormir otra
vez.
Claramente tampoco le interesa a su reloj interno
lo que yo, su madre en soltería, he hecho el resto de las horas. No es
relevante si me he quedado escribiendo hasta las 2.47 y he agarrado un sueño
bello a las 2.58. Simplemente a las 3 debo responder a sus requerimientos
infantiles.
Julio no podría haber sabido esto. Él jamás se
despertó a tender la mano afirmando una leche tibia de madrugada, Julio sólo
hacía una excepción con su mujer, quien sin relojes ni cronometrías exigía
cigarrillos a horas indeterminadas del tramo nocturno.
Julio se los tendía.
Fumaban sobre las sábanas. Echaban el humo al techo
y las cenizas a una tapa de botella que siempre rondaba su colchón.
Al comienzo se reían de sus rostros fumadores y
semidormidos: los ojos entrecerrados/los ojos entreabiertos, el cabello
revuelto, un hilo de saliva seca, el pijama tibio, las manos un poco azuladas.
Luego se hizo costumbre. Se contaban, por lo tanto,
anécdotas graciosas, propias, familiares, escuchadas de tercera fuente. Cuando
las anécdotas se acabaron, comenzaron a inventarlas. No se conocían en lo
absoluto, todo resultaba verosímil y además verídico.
Cuando murieron, en plena tarde, juntos y,
literalmente revueltos, nadie contó anécdota alguna; sólo los cigarrillos,
vehementemente fumados, los homenajearon.
Mi hija tampoco atrasó en esa oportunidad; pidió su
naranja al mediodía, sus cereales en la tarde, y su leche por la noche.
Extrañamente, sin embargo, pidió un cigarrillo a las cuatro y veintidós. Antes
de que yo lo prendiese, ella ya dormía en posición fetal.
Fue una noche larga para nosotras, lo mismo que
para Julio y para su mujer.
Era febrero, y debe haber estado muy frío allá
afuera
bajo tierra.
I [Sucre
Venirse a Bolivia
comprarse una moto
y una manta
no un gorro
no unas sandalias
recorrerla de a poco
a un ritmo propio
quedarse entre la gente
respirar ese mismo aire
-esa frescura incomparable del altiplano-
calarse hasta los huesos
y fumar en medio de sus lloviznas
intermitentes
comer lentamente
sonreír
llevar la procesión por dentro
esta procesión mía que aún no logro
nombrar ni delinear
pero
que sospecho
y comenzar
misteriosamente
a tener cara de fiesta
entre sus grises habitantes
sonreírles y dejarlos quedos
plantados de sorpresa
ser destello finito
en este país serio
ser
alguna vez
una estrella distante
y olvidarse de todo
y seguir respirando
III [Isla
del sol
Abrir los ojos
y verlo teñido de rojo
por la luz que se cuela a través de la ventana
tener de fondo una banda sonora sudaca
y altiplánica
con ni una sola puta promesa
sólo risitas
y un cosquilleo idiota
del futuro extrañamiento
palabras hinchadas de sinsentido
y de un poquito de verdad
con la ignorancia pegada a las pestañas
como anteojos de sal
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