Amnistia para Narea

CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES .- 

En medio del regodeo lector, decidimos hincarle el diente a Los Prisioneros. Biografía de una amistad de Claudio Narea y, después de mucho tiempo, lo eximimos de los tres pasos que componen el paredón de las letras: libro cerrado antes de tiempo, libro amontonado, libro olvidado.

Vamos precisando: se trata de la reedición de la obra Mi vida como Prisionero, de 2009. Según el propio Narea, tomó la decisión a causa del cercenamiento de capítulos impuesto por la editorial y que dejó varios cabos sueltos (tuvimos acceso a esta versión y corroboramos que aquello ocurre más en la última parte del libro, la más truculenta). Esta vez, Narea decidió entregar un texto más trabajado, con otro título y editorial, incluyendo esas partes faltantes, más un agregado en su última tercio. Con ello, presumimos, asumiendo la polvareda que la iniciativa traería consigo. Era que no, tratándose de la historia del grupo musical Los Prisioneros, acostumbrado desde la cuna a los dimes y diretes con el sistema –y en plena dictadura-, con sus pares, entre ellos y el propio público, de eso ya tres décadas. Su legado: un ramillete de canciones y discos de letras filosas, respondonas, ácidas y de estilos varios que van desde el punk, el new wave, la electrónica, el pop, el folk, el rockabilly y la balada. 

Dejando atrás la coyuntura con la cual se han llenado páginas reales y virtuales, con las correspondientes andanadas de insultos de un lado y de otro de la fanaticada, nos queda un libro de escritura simple, grata, fluida y esmerada. Es la versión de uno de los tres integrantes de una de las bandas más populares de la música popular chilena. Aquel muchacho que, en un extremo del escenario y en un rincón del estudio, recreó el fino (y según el mismo, timorato) guitarreo de la mayoría de los temas de Los Prisioneros (se me viene a la cabeza el solo punk de La Voz de los Ochenta, el riff policial de Sábado en la Noche y los compases cincuenteros de Sudamerican Rockers). Así, la obra va recreando desde las primeras bromas adolescentes, donde la música, los chistes, las historietas y los dibujos se fusionaron en creaciones grupales que decoraron cuadernos escolares (espíritu festivo que Narea reivindica y añora en todo momento), hasta los discos finales bajo la influencia omnipresente del líder por antonomasia del trío, Jorge González, justamente, cuando la beligerancia entre ambos sobrepasó los límites tolerables.

La recreación de los primeros años, la vida de barrio y de estudiantes en San Miguel, son de antología por su belleza y sencillez. Sin embargo, la lectura no decae cuando el relato se introduce en los derroteros de la vida adulta: la fama repentina, la pobreza disfrazada de éxito, los excesos y desvaríos hormonales, la persecución política, los líos económicos y los primeros (y, a partir de ahí, permanentes) roces entre Narea y González. Junto con trasmitir su versión de los hechos (algo completamente legítimo no sólo para el escritor, sino para todos los que participaron en esta gesta pop ya legendaria), el autor arma una narración testimonial con personajes de carne y hueso, creíbles y muy cercanos. Desde un Claudio Narea que prefería ser un ratón de biblioteca de la cultura musical que un rockstar chileno, además de su timidez y falta de carácter ante el genio de su compañero y principal compositor, pasando por su preocupación por los ingresos económicos y su búsqueda religiosa. Un Jorge González fusionando éxito y explosividad, derrochando acidez en familia, con amigotes, en reuniones grupales o sobre el escenario, más su reconocida y desbordada genialidad compositiva acompañada de egoísmo y manipulación enfermiza. Un Miguel Tapia, baterista y permanente enlace entre los otros dos integrantes de la banda, a veces sorprendido de sus enfrentamientos y, en otras, fingiendo ignorarlos para no tomar partido por uno de los bandos en disputa. 

Narea escribe como un alumno aplicado que realiza una composición para su clase y, mientras se acomete, se da cuenta que estas largas vacaciones ochenteras también tuvieron un período pantanoso. Y decide seguir adelante con valentía (entendiéndola como el miedo que logra ser superado), en un tono de honestidad y coherencia que el lector agradece. 

Celebramos libro, narrativa y nueva edición. Asumiendo, en todo caso, que la actitud nace del fanatismo por Los Prisioneros y un consumo compulsivo de los libros habidos y por haber referidos a su historia (Corazones rojos, Exijo ser un héroe y Maldito Sudaca), con elementos de epopeya y también de teleserie. Al fin y al cabo, para comprender una historia en todas sus aristas, hay que adentrarse lo más posible en la totalidad. Los Prisioneros. Historia de una amistad entrega una parte fundamental de este rompecabezas, zafa a Claudio Narea de los grilletes que por momentos sintió llevar en una aventura nada de fácil y, lo que es mejor aún, lo consolida como un autor que genera expectativas de una nueva obra.

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