No me enteré de la mejor manera
del adiós de este hombre a quien le debo el estar aún de pie, por decir
lo menos. Un periodista justificó su retraso a un compromiso por la
partida del editor histórico de La Prensa. Necesité menos de dos
segundos para saber de quién se trataba. Uno nunca deja de ilusionarse
con el espejismo de la inmortalidad de las almas, más aún si son almas
curicanas.
El primer impulso, tal vez el
más débil, el más dubitativo, el más desconfiado, sólo fue posible
gracias a una serie de aciertos y desvelos de parte de Juan Pablo que,
de seguro, no he sabido corresponder como se merece. La perfección es
una señorita que hace rato me mandó por el desvío. Pero gracias a esas
gestiones pude aparecerme en las esquinas de Yungay con Merced, un 25 de
diciembre de hace ocho años, con una camisa casi transparente, un
pantalón brillante por el uso y un par de zapatos gastados en la suela
que al menos cubrían las papas de los calcetines. En esa descorazonada
caminata matinal, sólo deseaba comprobar que la oportunidad que me
habían prometido se haría realidad a propósito de la reciente pasada del
Viejo Pascuero.
Carlos Pozo bajó de su minúsculo
autito rojo, me dio la mano, hizo un comentario por el extraño frío
matinal, miró hacia la plaza inhóspita y me invitó a pasar al -hasta ese
momento infranqueable- edificio del diario La Prensa. Por primera vez
sentí la dulzura de sus helados pasillos, de seguro que eran las ánimas
de las viejas Underwood dándome la bienvenida. Mientras se acomodaba en
su clásico escritorio como si buscara poner en orden la vida, este
hombre de aspecto bonachón y de frases cortas, me preguntó qué deseaba
escribir para el diario. Le propuse una crónica urbana sobre la
población Dragones, y con un asentimiento que apenas fue un sonido de su
garganta, comprendí que debía poner manos a la obra. Intenté ser lo
menos torpe posible en la redacción y la ortografía, sin saber que los
computadores cuentan con herramientas de ese tipo para la masa
analfabeta (aún me batía con mi máquina a escribir, las cuartillas
blancas y el Liquid Paper). En quince minutos di rienda suelta a mis
fantasías literarias de aprendiz atolondrado, otros cinco minutos para
la aprobación de mi nuevo Sensei y talvez media hora para partir con un
colorinche gráfico al lugar de los hechos en busca de la imagen adecuada
al texto recién horneado. Finalmente, esta crónica urbana ocupó un
lugar inmerecido en las páginas del más hermoso suplemento dominical que
yo tenga memoria y que acabé por sentir tan mío como si fuese un
curicano de tomo y lomo. Eso sí que es una patudez de mi parte, pero
tanto Juan Pablo como don Carlos me alentaron a sentir aquello.
Tras el regreso de vacaciones de
Juan Pablo, comenzó nuestra enfervorizada sociedad etílico - creativa.
Cuántas veces don Carlos se habrá sentido como dios creador viendo cómo
el diablo se encargaba de juntar a sus benditas criaturas. Disparatadas
crónicas dominicales escritas a dos manos, un Curicó Intimo que sólo
existió en nuestras alcoholizadas cabezas, viejas historias del
Mataquito retocadas para despertar la tirria de los más tradicionales
(no necesariamente lo más viejos) como Julio Ulloa Lufín y las loas de
los más iconoclastas como Juanito Bedos. Sin olvidar, por cierto, ese
pedacito de la contraportada que me concedió don Carlos para que
diariamente lo salpicara con la sangre de la Bitácora Policial (en más
de una ocasión, las autoridades reclamaron por mi exceso de amarillismo,
juicio que hasta el propio Juan Pablo compartía). Aparte de un par de
tirones de oreja, don Carlos nos aguantó todo eso y mucho más. Varias
veces puso su cara para librarnos de poner la nuestra, disfrazó nuestras
omisiones como detalles sin importancia y exageró con generosidad los
aciertos que tanto Juan Pablo como yo logramos por obra de la suerte. No
dudaba en gastar sus pesitos para celebrar en las fuentes de soda de
Merced, Yungay o Prat, con pasteles, galletas y bebidas de fantasía, el
hecho de que contribuyéramos con nuestro esmirriado periodismo a hacer
más curicana la tierra que nos daba el sustento. Lo mucho o poco que
lleguemos a ser en lo que nos resta de vida, se lo debemos en parte a
nuestro Sensei y creo que como acto de justicia debemos levantar las
copas en su nombre, para recordar sus dichos, retadas, lisonjas, amores
clandestinos, chistes de media voz y, por cierto, paleteadas
monumentales.
Don Carlos Pozo, el hombre maravillosamente imperfecto que le aventó un nuevo aliento a una vida que se agotaba, se lo merece.
2 Comentarios
Un homenaje lleno de humanidad.
ResponderEliminarSaludos
Catalina
Llegué por casualidad a esta página. Que bien que así haya sido.Gran y emotivo homenaje a un hombre que probablemente actuó así con ustedes sin esperar nada a cambio, sólo hacía lo que su alma bondadosa le señalaba.
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