Marcelo Lillo / Este libro vale un cadáver

JUAN PABLO JIMÉNEZ -.

A los 14 años comenzó a parir los primeros cuentos. Después dedicó el resto de los años a ser profesor y un sinfín de oficios parecidos a muchos de sus personajes; tal vez inexistentes. A los 44 dio el paso y se decidió a escribir lo que formalmente sería su primer libro: “El Fumador y Otros Relatos”, que vio la luz el 2008 cuando Marcelo Lillo tenía 50 años.

Con el aplauso de la crítica puso en librería el 2009 “Gente que Baila Sola”, siguiendo en la ruta de los cuentos y el 2010 se lanzó a los vericuetos de la novela con “Este Libro Vale un Cadáver” que no le gustó mucho a los críticos, esos señores generalmente envidiosos, mediocres y que chapotean en la angustia de no poder ser buenos escritores.

Ahora Lillo vive de esto. Lo que es una bendición. Alejado del mundo, en Niebla, en el sur más esencial de Chile y acompañado por los fantasmas buenos que lo abrazan en los días de lluvia, dispara sus creaciones que a uno se le quedan incrustadas en el cerebro.

Cuando uno lee a Lillo termina amando más aún esta maldición del leer y escribir compulsivamente. Termina sintiendo al lado a esos personajes la mayoría de las veces ásperos que dibuja Lillo en sus cuentos y en su novela. Y aunque al cerrar el libro uno quisiera abrazarlo, probablemente él no acepte tal afrenta. Lo suyo no es eso. Pero igual se amasan las ganas.

Este chileno es uno de los escritores más respetados y leídos de los últimos años en nuestro país. Crítico con el medio y el mundo, vive alejado de ese mismo mundo, lo que, estamos ciertos, empapa su creación.
No hay mucho optimismo en las historias de Lillo. Sus personajes siempre viven solitarios, endemoniados y sus ropas huelen a humedad. Las relaciones de pareja casi siempre terminan mal. Tal vez reflejos inconscientes del escritor en el papel a partir de su propia vida.

En “Este Libro Vale un Cadáver” un padre se pasa ensimismado tratando de entender la repentina muerte de su hijo con quien siempre tuvo una relación distante. Verlo muerto y a la vez sentirle distancia. Sentir una suerte de descanso después de la desaparición de un pendejo insoportable.

¿Qué es ser padre? ¿Mejor no ser padre? La sensación poco exacta de estar vivo a partir de la realidad de una muerte.
Así nos habla Lillo, desde la bilis, desde el tiempo agotado; desde los laberintos interiores de personajes que ni siquiera saben que desean salir de sí mismos.

Un vendedor de libros que fuma y bebe con el mismo ritmo pausado que cuenta sus historias (i)reales. Un cesante hambriento que descubre la felicidad en sacarle sonrisas a un niño inválido. Un boxeador extraviado en la infidelidad de su mujer que a sus espaldas es atravesada por un alumno del propio “40 Caballos”, como le conocían en el ring. Un pendejo flaco y ojeroso que daría lo que fuera por devorar a su tía joven desde la punta de los pies hasta la ferocidad de la boca de esa mujer infinita. Una familia que inventa un rito en medio de la soledad pesada del cementerio, de la soledad pesada de sus vidas. Un niño cuyas historias hacen babear al barrio. Una pareja hastiada que se inventa un viaje absurdo para escupirse en la cara todos los reproches mientras las ballenas hacen lo suyo en el agua. Una niña terminal que mira con los ojos redondos a un escolar que ha ido a tratar de salvarle la vida con sus imaginaciones. Un hijo que se encuentra con su madre en un video club después de décadas del abandono de esa mujer de lentes negros, nuevo amante y cero compasiones.

Personajes. Personajes enteros inmortalizados en las páginas de Marcelo Lillo. Personajes que parecen hablarnos. Personajes aplastados por el peso gris de la memoria, el cansancio y el sinsentido. ¿Serán los fantasmas que acompañan a Lillo en medio de la lluvia sureña?

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