Germán Marín parece ser un chico rudo. Primero le da un golpe en el mentón al cadáver de Volodia Teitelboim y luego le propina algunas diatribas a su usual enemigo Jorge Edwards.
Parecen mariconcitos enojados en la adolescencia y nunca reconciliados.
La pluma de Marín se desparrama sin prisa ni pretensiones, con nostalgia de perdidos universos infantiles, con críticas a la patria trizada, mientras se bebe un café negro en Barcelona.
Deambula por ferias, elucubra, se junta con amigos, recuerda, comenta y luego se vuelve a encerrar en su habitación a sorbetear su solitaria pena.
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