El purgatorio: acuartelamiento quejumbroso


Claudio Rodríguez Morales

Cuando la literatura se inmiscuye dentro de los cuarteles, más de una explosión, grito destemplado o disparo -ojalá lanzado al aire- nos acaba sorprendiendo. Lo mismo sucede cuando abren sus portones de latón para que sus huéspedes salgan y hagan de las suyas en el mundo civil, con uno que otro accesorio. Tal vez esto suceda por esa suerte de hermetismo que rodea a la vida uniformada, por ese estatus de casta especial que dicen tener y, además, su vocación por los hechos de sangre (los de carácter oficial y otros no tanto). Ya sea en clave pacifista, arenga patriótica, alegato antisistémico, cualquier revelación de lo ocurrido dentro de ese microcosmos -donde no se pregunta sino que se obedece- se vuelve infidencia y escandalera.

Escritores de diferente ralea han experimentado este proceso de dar y recibir. Ernest Hemingway y Louis Ferdinand Celine en sus narraciones en las guerras europeas. Mario Vargas Llosa en una escuela de cadetes o en la Amazonía. Para qué decir los diferentes "gorilas" chilenos descritos por Isabel Allende, Jorge Inostrosa, Olegario Lazo y Germán Marín.

Infidencia –pelambre en buen chileno y del mejor- de lo acontecido al interior de un recinto militar encontramos en las páginas de El purgatorio (1951), novela del escritor chileno Gonzalo Drago. Una historia que atrapa desde el comienzo, con su tono a media voz, primero distante, indiferente, como si tratase de un trámite rutinario más de un asalariado –una fila en el banco, para pagar las cuentas, para retirar un certificado-, luego más expectante y finalmente dolorido. Casi sin darnos cuenta, vamos siendo testigos de cómo un grupo de muchachos que rozan la adultez reciben, en poco más de un año, instrucción militar en un regimiento enclavado en un cerro de Valparaíso. El narrador, identificado como Mario Medina, poco a poco se va viendo involucrado (y sumiendo) en la vida de recluta, sin ninguna vocación o interés por aquella. Tal vez por esa despreocupación, los golpes recibidos (físicos y de los otros) le resultan más fuertes y sin sentido. Sin embargo, a medida que avanza su internación forzada, mayor es su resistencia (tan sólo mental) a lo que le ocurre: horarios, órdenes, gritos, ejercicios físicos y castigos. Sólo la solidaridad entre pares vuelve un poco más llevadero el padecimiento y las ansias de libertad al otro lado de las murallas que lo rodean. Medina se pregunta por qué, sin haber cometido delito alguno, se ve sometido a este encierro ciudadano. La respuesta es por su origen provinciano y humilde. En otras palabras, carne de cañón para una hipotética guerra que no le pertenece. En este “purgatorio” no hay espacios para remolones ni soñadores, sino para la obediencia domesticada. 

Escrita en primera persona, con atisbos de amable monólogo interior, a medida que se avanza en la trama de El purgatorio, la historia va creciendo en interés y la experiencia se vuelve más cruda. Así, se rompe la coraza de individualidad de Medina y le da espacio en su relato a las vidas de sus pares, todos unidos en medio de la precariedad, intentando sobrevivir con sus propios medios pero sin olvidar a quien está al lado. El indigente, el rebelde acomodado, el de la hermana bonita, el cabo buena gente, el burro que debe domesticar. Con cada uno de ellos experimenta un tipo diferente de sufrimiento, de acuerdo a la complicidad de quien lo acompañe en una determinada pellejería. Esta sensación de ahogo se prolonga, inclusive, fuera del regimiento, en los días libres, mientras beben hasta el límite de ser sancionados por el sargento o en las visitas a los prostíbulos del puerto. 

Los antecedentes biográficos de Gonzalo Drago indican que nació en San Fernando, en el año 1906 y que perteneció a la generación de 1938 (también llamada de 1942). Durante su infancia, producto de la inestabilidad laboral de sus padres, recorrió diferente lugares de Chile, lo que le impidió finalizar sus estudios formales y que continuó de manera autodidacta. Desempeñó diversos oficios: aduanero en Arica, jornalero del Ferrocarril Transandino, empleado de la minera Branden Cooper en Rancagua y de la empresa Duncan Fox, además de funcionario de la Tesorería General de la República. Bajo los seudónimos de Alsino y Ateneo, en 1928, comenzó a escribir crónicas y poemas en el diario La Semana. Junto a los escritores Baltazar Castro y Óscar Castro formó parte del grupo Los Inútiles. Desde 1938 colaboró de manera intermitente en el diario El Rancagüino y desde noviembre de 1958 se volvió cronista estable con sus columnas “Antena semanal” y “Los libros”. También incursionó en diarios regionales como La Voz de Colchagua, La Región y El Cóndor 

Drago fundamental: Cobre (cuentos, 1941), Flauta de casa (poemario de 1943 con prólogo de Óscar Castro), Una casa junto al río (cuentos y novela corta de 1946), Mister Jara (cuentos, 1973). Falleció el 24 de junio de 1994.

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