Lima y sus perritos


Claudio Rodríguez Morales

Aunque Miraflores es un barrio de limeños regalones, de chalets con jardines bien cuidados, restaurantes exclusivos, bufetes de profesionales y comercio de retail, las costumbres automovilísticas del Callao, La Perla, el centro cívico o San Miguel se reproducen idénticas a través de bocinazos, aceleradas, frenadas, giros y ronquidos de motor. 

-Háblale tú, mejor –dice Pamela-. Asústalos con tu cara para que te cobren menos. 

Entremedio de ese alboroto de fierros y llantas, hago el mejor esfuerzo por triunfar en la ley de la oferta y la demanda en la ciudad donde nunca llueve (los últimos pisos de las edificaciones están al aire libre, para lo que hay dos explicaciones, una cándida y otra utilitarista. La primera dice que las familias mantienen materiales de construcción y trabajos sin concluir en sus techos, como una forma de prolongar la permanencia de sus hijos casados y su descendencia en el hogar; la segunda explicación apunta al deseo de librarse del pago de impuestos). 

-Allá es bien lejos, patrón –dice el taxista-. No le puedo cobrar menos de veinte soles. 

A pesar del riesgo que significa continuar en el papel de equilibrista entre la vereda y la vía en plena calle San Martín, con el recuerdo aún en el paladar de ceviches, causas limeñas, papas a la huancaína y el mejor pisco sour del mundo, insisto en mi propósito. El relajo en los músculos del rostro cuadrado - incaico del taxista parece indicar que la rebaja es posible. Sin embargo, él también cuenta con sus propias armas para vencer mi redondez araucana y, más encima, peatonal. Acordamos la carrera en 18 soles y lo coreo a viva voz hacia la vereda, donde aguardan Lorena (esposa), Natalia (hija) y Pamela (amiga). Todas hacen un gesto de resignación, poniendo en duda mi capacidad negociadora y suben al automóvil.

-La cara de Claudio no fue suficiente para amedrentarlo –escucho a Pamela decirle a Lorena al oído, mientras se acomodan junto a Natalia en el asiento trasero. Prefiero no saber si Lorena está de acuerdo con semejante juicio y busco distraerme haciendo el contacto con el cinturón de seguridad. 

Dejamos atrás el sol inquieto y urbano de media mañana y nos sumergimos, de lleno, en una neblina tibia. Una larga pista con pasado de acantilado divide la ciudad del litoral y le otorga un rasgo de modernidad que ya se quisiera cualquier capital del mundo. La irrigación por goteo se vuelve milagrosa sobre las rocas que bordean el camino costero y se interrumpe en el paso hacia el monumento ubicado frente a la playa, dedicado al líder de Los Beatles, John Lennon. Hacemos un alto para que los peatones crucen en peregrinación hacia este popero paseo sabatino, con un temblorcillo permanente que no sé si nace del motor en espera o de mis huesos tiritones. Al retomar la marcha, las ruedas del vehículo se remecen cada quince segundos por ciertos montículos de tránsito puestos en la carretera y que, al parecer, al taxista no le afectan en absoluto. Un leve frescor otoñal me llega a la cara al bajar el vidrio del lado del copiloto, ayudando con ello a la fermentación del limón de pica dentro de mi organismo. Mi sesera se inspira y comienza a maquinar a mil por hora cómo aprovechar cada segundo de la visita a este rincón de la capital peruana. 

A medida que la ruta costera se extiende, el nerviosismo aumenta. Sé que pronto estaremos en el lugar que mi adolescencia volvió mítico hace ya casi tres décadas, cuando me dedicaba a perder el tiempo en una comuna al sur de Santiago de Chile. “Te encontré en la feria esta novela del mismo escritor peruano que escribió esos cuentos que tanto te gustaron –me dijo mi madre en alusión al libro “Los jefes” de Mario Vargas Llosa y que yo había leído recientemente. Aún recuerdo su desvelo por buscarme una distracción “sana” a mi claustro voluntario de los últimos días de vacaciones de 1987-. Pero lo estuve hojeando y no me parece muy adecuado su lenguaje y ciertas ofensas a los chilenos”. 

No sabe cuánto le agradezco que haya pasado por alto este detalle y me entregara de obsequio la novela “La ciudad y los perros”, publicada en una edición de tapas duras y de color rojo con rayas doradas que aún sobrevive en la biblioteca de mis padres, pese al descosido de las hojas.

Nace el vicio

Mientras el taxi se desvía a mano derecha, dejando atrás la costa justo en el límite de San Miguel, comienzan a aparecer las edificaciones de La Perla. Éstas se muestran bajas, precarias, irregulares y de pintura carcomida. Algunas murallas se encuentran invadidas por afiches con publicidad para la próxima elección municipal (con una candidata llamando a los peruanos a recuperar el mar por lo que presumo que esta ínfula nacionalista tiene su origen en el reciente fallo de La Haya). Otras, con barrotes de madera, fierro o sólo aire libre, revelan a los automovilistas y peatones la vida doméstica de niños y mujeres al interior de pequeños patios. Intento evocar las descripciones de la novela ambientada en los años cincuentas y, obviando los adelantos propios de nuestra época, como el exceso de cemento, semáforos computacionales, tendidos eléctricos, líneas telefónicas, cable e internet, me doy cuenta que éstas calzan a la perfección con lo que veo desde la ventana del taxi. Siento como si en cualquier momento fuese a divisar en alguna esquina al belicoso Jaguar buscando pleito, al oportunista Poeta inspirándose para sus novelas pornográficas, al zoofílico Boa acariciando su perra Malpapeada, al timorato Esclavo cortejando con dificultad a Teresa y hasta a la prostituta Pies Dorados ofreciendo su mercancía a cadetes y turistas. “Muévete, chilenito, o acaso viniste para que hiciéramos una siesta”, parece decir. 

A punta de recuerdos, voy desmenuzando la novela. Adolescentes de diferentes etnias y clases sociales del enorme mosaico peruano, luchan por sobrevivir durante su internado en un colegio militar. Sus herramientas son el tabaco, el alcohol y las olimpiadas masturbatorias. Visitan los puteríos del jirón Guatica, se roban entre ellos prendas del uniforme, se extorsionan y abusan de los débiles. Las anécdotas se alternan con recuerdos de infancia y los motivos que los llevaron, a veces en contra de su voluntad, a pasar sus días en el Leoncio Prado. Estas narraciones polifónicas anudadas con saltos temporales y un crimen de por medio, acabaron por inyectarme para siempre el vicio de la lectura. Por si fuera poco, acentuó aún más mis miedos ancestrales al día en que debería responder al llamado del cantón de reclutamiento para cumplir con el servicio militar y del que logré zafarme gracias a los rezos de mi madre a la Virgen de la Vizcachas. A fin de cuentas, los milicos han sido iguales de prepotentes y abusivos en buena parte de Latinoamérica y yo carecía de herramientas para hacerles frente en una época en que eran los dueños y señores del país.

Perritos

Para todos aquellos aficionados a la literatura, hay un placer perversillo en la posibilidad de visitar los escenarios donde han transcurrido las novelas favoritas. Y si el autor de estas novelas es Vargas Llosa, la ciudad de Lima se encuentra colmada de estas “locaciones”. Dado que no podía convertir este viaje en una serie de visitas guiadas por mi veleidad literatosa, sacrificando con ello aún más la paciencia de mis compañeras de viaje, centré todo el interés en el colegio militar Leoncio Prado, espacio principal de la “La ciudad y los perros”. 

Al llegar a destino, la peregrinación corre el riesgo de volverse cuesta arriba. Tan cuesta arriba como mis intentos por atisbar qué hay detrás de los gigantescos muros que rodean al añoso recinto fundado en 1943. Se me viene a la mente una fotografía en blanco y negro de 1964, con un veinteañero Mario Vargas Llosa en el centro. En aquel entonces, “La ciudad y los perros” –la primera novela de su extensa obra- había sido recién publicada, con la consiguiente quema de ejemplares en el patio del colegio a modo de desagravio (al menos eso dice la leyenda). El escritor aparece con bigote de galán de cine mexicano, peinado al agua, brazos cruzados, con chaqueta y un microbús rechoncho separándolo de las paredes de su alma máter. Mucho más atrás se ve la construcción de los diferentes pabellones destinados a albergar a los cadetes de primer (conocidos dentro del recinto como perros), segundo y tercer año. Esta imagen es el testimonio vivo del abismo existente entre el ex alumno y futura gloria literaria y los valores impartidos por la ejército peruano a las nuevas generaciones (la evolución política del novelista hacia el neoliberalismo lo ha acercado a los jalones, las órdenes y la obediencia, como lo demuestran algunos fotos de su campaña presidencial de 1990 junto a unos generales, además de su reciente amistad con el Presidente Humala, un ex militar y antiguo nacionalista con ideas etnocaceristas).

Son cerca de las diez de la mañana en La Perla y un paisano nos avisa que las visitas son de tres a cinco de la tarde. Imposible permanecer hasta esa hora, más aún si la tentación del centro comercial “Polvos azules” mantienen despiertas las ansias compradoras de nuestra sección femenina. Lorena, con su dulzura sin límites, me sugiere una fotografía junto a los portones como vulgar premio de consuelo. Me resigno con una tremenda sensación de derrota en la garganta y que sólo una dosis de pisco sour peruano –que no tengo a la mano- podría ayudarme a superar. Iniciamos una sesión de flashes conmigo en el centro que se ve interrumpida por el paso de vehículos desde y hacia el interior del colegio. Al abrirse el inmenso portón, al fondo de un patio se divisa a un grupo de cadetes en plena práctica física, con el correspondiente cántico antichileno que tanto afectara a mi madre. Más atrás, imponente, el mismo edificio que apareciera en la foto de Vargas Llosa del 64. Pamela, histriónica sin igual, me indica con gestos que aproveche la apertura del portón para inmortalizar el instante. Natalia, desde otro extremo, hace lo mismo con su cámara, dejando a un lado sus cuestionamientos a las ocurrencias absurdas de su padre. Clics incesantes junto al alboroto de bocinas, motores e instrucciones de la milicia. Sin embargo, una idea colectiva se cruza por la mente de la expedición sureña. “Por favor, no cierre el portón. ¿Nos dejaría tomar una fotografía al colegio? Venimos de Chile, es la única oportunidad que tenemos de llevarnos este recuerdo de su Premio Nobel”. Los muchachos de la guardia acceden de buena gana y sin necesidad de insistirles. No sólo eso: uno de ellos se suma amistosamente a la fotografía, luciendo junto a nosotros su tenida de combate. Más que perros, son cachorritos domesticados y gentiles con este grupo de mapochinos. 


-Ahora sé todo sobre la novela “La ciudad y los perros” –se jacta Pamela dentro del taxi, después de preguntarme por qué tanto alboroto con los milicos peruanos-. Y eso que antes no tenía la menor idea de quien es Mario Vargas Llosa. 

El viaje de regreso al centro de Lima es, como diría el fallecido periodista deportivo Julito Martínez, un canto a la vida, un canto a la dicha, un canto al amor.

Y por sólo 18 soles.

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1 Comentarios

  1. Anónimo15/11/14

    me encanta porque está bien escrito y porque es una visita actualizada a La ciudad y los perros del gran Vargas Llosa (que me cae mal, pero eso no importa); me lo llevo para mis estudiantes de Los Angeles; gracias. Están, por encargo mío, haciendo un trabajo de investigación sobre la decreciente presencia de autores latinoamericanos en Los Angeles (en librerías, bibliotecas, cursos universitarios, giras de promoción, blogs, etc) y han leído solamente un poco de Vargas LL, Cortázar, Fuentes, y el Gabo, como parte de su estudio del Boom (¡a autor por semana vamos por fuerza y no por gusto!).
    Yo les ayudo en lo que puedo a entender los textos respectivos, según sean de un país u otro; me explico; así por ejemplo "actualizo" a los siguientes autores: para Borges y su Buenos Aires, recurrí a Gabriel Lerner (de Plumas Hispanoamericanas, del diario La Opinión y ex del Huffington Post), para Bolivia a Pablo Cingolani; para Chile a Jorge Muzam; para México a Lilibeth Mena; para Uruguay tengo o, mejor dicho, tenía a una Mónica (buenísima escritora) que vive en Australia y publicó en Letralia; para El Salvador al singular Róger Lindo; para Venezuela, al editor de dicha revista, Jorge Gómez, cuyo libro "El rastro" espero reseñarle pronto a mi admiradísimo paisano.

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