El pan y la deshonra

CLAUDIO RODRÍGUEZ MORALES -.

Según el criterio de mis dos últimas jefas -la antítesis en militancia política, una socialista y la otra conservadora-, René es mi subordinado. Talvez tengan razón, por lo que decidí no desgastarme en convencerlas de lo contrario. Reconozco que en un momento lo intenté y sólo logré amonestaciones, peroratas y desconcierto. No importa que René tenga mejor condición laboral que yo (su contrato es indefinido y el mío está sometido a revisión cada seis meses), más sueldo (es separado, con nueva pareja, y con hijos por los cuales responder en materia de pensión alimenticia) y más años en el servicio público (lo que no se traduce en más experiencia ni conocimiento, sino sólo en una enorme habilidad para vegetar). Aún así, de todos modos es mi subordinado y tengo el deber de sacarle rendimiento por el bien del Estado de Chile.


Para comprender su lógica de trabajo recurriré a un ejemplo simple, dividido en 6 puntos:

1. Me levanto a las 6:30 de la mañana para planificar, aún en pijama, con la agenda electrónica en mano y un tazón de café bien cargado, cómo delegaré trabajo en René de manera que no me cauce perjuicios. Desgaste sí, lo doy por descontado, pero no perjuicios. Su misión consistirá en comprar un kilo de pan (recuerden, es sólo un ejemplo) y debo adelantarme a todas sus posibles excusas para no hacerlo. Al final, concluyo que la única variante donde no tengo capacidad de respuesta es que presente una licencia médica de un mes. Lo ha hecho en otras oportunidades, así que no piensen que lo estoy calumniando.

2. Llego quince minutos antes que René al servicio y preparo una minuta en papel y un correo electrónico –ambos de contenido idéntico para no confundirlo-, dónde le expongo su plan de trabajo del día: comprar un kilo de pan.

3. Apenas hace su ingreso a la oficina, lo saludo cortésmente y le doy la instrucción en forma verbal. Dado que intenta evadirme con el argumento que sus sentidos no están del todo alertas -me da la impresión que, según su criterio, esto debiese ocurrir pasado el mediodía-, le invito a tomarse su tiempo. “Por lo demás –agrego-, todo está indicado en esta minuta unida por corchetes y en el correo electrónico institucional que podrá revisar apenas encienda el computador”. Claro, reflexiono, si le da espacio al disco duro entre toda la música, películas y juegos que baja de Internet.

4. Cuando no le queda otra alternativa más que asumir que tiene trabajo por hacer, René comienza a exponerme los problemas que le impiden llevarlo a cabo. No sabe dónde hacer la compra, a través de qué medio traer el producto, ni con qué dinero pagarlo. “Tú sabes, Claudio, que yo no tengo experiencia en estas cosas y si algo sale mal no será responsabilidad mía. Para esto hay que traer un experto de Santiago o que me manden a una capacitación”, comenta. Le respondo que el negocio se encuentra al frente, la única construcción en pie después del terremoto, y se lo apunto con el dedo, aunque sea un gesto de mala educación. “Si usted cruza la vereda, detrás de ese árbol de plátano oriental, dará con la entrada. Una vez en el mesón, pide lo que necesita a la casera, cancela, regresa por donde vino y listo”, le digo con mi mejor tono de voz para motivarlo. Le entrego una bolsa de género que tiene bordada la palabra pan y el dinero exacto para un kilo –eso le evitará enredarse con el vuelto-, y le deseo la mejor suerte del mundo. René recibe todo con más pasividad que el plátano oriental de la vereda de enfrente, pero me mantengo firme en mi propósito de ponerlo en movimiento.

5. Al vislumbrar en su rostro una mueca de asentimiento, creo que las cosas marcharán dentro de lo planificado y que hará lo que le ordeno. Error de cálculo. A los pocos minutos me encuentro con la bolsa de género, el dinero y una nota sobre mi escritorio. “Estimado Claudio: no me fue posible cumplir con lo encomendado, pues el negocio estaba cerrado. Atte. René”. Me dirijo donde él y le pregunto porqué no fue a buscar pan a otros negocios, existiendo unos cuantos en el Barrio Norte dónde consultar. “De ninguna manera –me contestó-. Yo no puedo tomar una decisión sin informarte. Tu eres el encargado y yo sólo un profesional de apoyo. Por eso te noticio de lo ocurrido para que tú sepas qué hacer”.

6. Pasan las horas y los intentos para que René cumpla su tarea son inútiles: a cada alternativa que le doy, presenta un nuevo problema que yo debo solucionar, mientras él espera sentado en su escritorio, preocupado de grabar en sus discos compactos la música, las películas y los juegos bajados de Internet. Se acerca el final de la jornada y asumo que no habrá pan ni siquiera para la cena.

Aquí se acaba el idílico ejemplo y pasamos a la macabra realidad: el pan se convierte en memorandos sin escribir, correos electrónicos sin contestar, resoluciones sin numerar, usuarios sin atender y mi imagen de burócrata sumida en la más absoluta deshonra.

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